Si, con solo 25 años de edad, había cambiado el sexo
por una terrina de helados, el príncipe azul, por un novio con pilas, y las
salidas de un sábado o viernes por la noche por una buen romance de papel o en
la TV.
A decir verdad mi vida era simple, trabajaba todos
los días de 9 a 18 horas en un estudio de fotografía, como secretaria, a veces hacia
horas extras, y dos por tres me quedaba hasta después de hora en la sala de
revelado, deleitándome con algunas de las ultimas creaciones de mi jefe. El
cual, no, no era ni un dios griego ni un adonis, solo un simple fotógrafo de
unos 50 años, felizmente casado, que prefería la vida campestre a la gran
ciudad, pero que no podría sobrevivir en una granja sin internet o un teléfono
móvil mas de 48h.
Habiendo crecido cerca del campo toda mi vida, era consciente
de que un par de botas de montar y una casa de fin de semana en las afueras con
una pequeña huerta, no te convertía en un granjero, pero quien era yo para
frustrar los sueños de vaquero de mi jefe.
Según mi madre, lo único que hacia en ese empleo era
perder el tiempo, “Tienes un titulo de
arquitectura, y una mente brillante, y te conformas con ser la empleada de un
fotógrafo social”.
Lo cierto era que amaba estar en el estudio, hubiera
preferido ser la fotógrafa, pero no puedo quejarme. Jonathan se dedicaba a
fotografiar campañas publicitarias de marcas importantes, y para algunas
revistas de renombre, no era su asistente, ese puesto lo tenía Candy, una bella
muchacha de ojos rasgados, pelo cobrizo y un cuerpo de infierno, que se había
ganado su lugar a fuerza de pulmón, y sospechaba que con algún empujoncito de
su padre, un político adinerado, aunque ella lo negara rotundamente. Prefería
evitar discusiones, era una de mis mejores amigas, a pesar de ser todo lo
contrario a mi. Según Matt, un
exex-algo mío, Candy era una belleza exótica y yo era adorable. Supongo que
debería haberme dado cuenta de que era un mequetrefe la segunda vez que salimos
y me pidió dinero para pagar las bebidas en el bar, a lo que claramente yo accedí
de buena gana, no porque estuviera desesperada por amor, lo cual en parte no
estaba demasiado alejado de la realidad, sino porque siempre fui fiel creyente
que el hombre no tiene la obligación de pagar todo en las citas. Aunque la
mayoría de mis amigas opinen lo contrario y crean que estoy un poco mal de la
cabeza.
En fin, después de salir aproximadamente un mes,
donde casi lo hicimos pero no, decidí que era mejor dejar lo que sea que
estuviéramos teniendo, cuando me di cuenta que realmente estaba cansada de los
hombres histéricos. Se suponía que en las relaciones la mujer era la que
cargaba con la mayor porción de histeria, aunque a decir verdad, creo que para
ese entonces ya empezaba a resignarme con ciertas cosas. Había tachado más de
la mitad de cualidades en mi lista de “El
hombre ideal”, alegando que solo quería a alguien divertido, espontaneo y
que me quisiera.
Años atrás también hubiera dicho que lo quería
fornido, con un aire de misterio, apariencia de chico malo, pero inteligente,
oscuro y sensible. Que me amara con desesperación y que estuviera dispuesto a
correr gritando mi nombre en un lugar concurrido, luego de que discutiéramos y
yo le dijera que tenía que elegir entre su vida en ese lugar oscuro, y la mujer
de la que estaba perdidamente enamorada, claramente esa era yo, porque había
recibido una oferta que no podía rechazar en el otro lado del mundo.
Si ya sé lo que están pensando, y si, he visto
demasiadas películas de amor y he leído una tonelada de novelas románticas.
Creo que ese fue uno de los grandes errores de mi vida, creer en el lema, “pasa en las películas, pasa en la vida
real”. Que también podría aplicarse a los libros.
El problema se
intensifico en el verano de mis 23 años, donde me volví adicta a estos libros,
y comencé a consumirlos, como si fuera mi heroína personal.
Un año más tarde me empecé a
resignar de encontrar AL hombre, y solo buscaba UN hombre que lograra, por una mísera
vez en la vida llevarme al orgasmo, y luego de cumplir los 25, sin nunca haber
tenido un novio, como dios manda, y no haber logrado llegar el clímax en
compañía masculina, decidí, que era mejor dejar de intentarlo, al fin y al cabo
los orgasmos de Rigoberto, mi novio con 10 funciones distintas, me servía
cuando los calores azotaban mi cuerpo, y una almohada reemplazaba en parte la
necesidad de compañía. Claro que no era lo mismo que dormir en los brazos de un
hombre, pero antes que nada…
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