domingo, 15 de febrero de 2015

Había una vez... alguien con una terrina de helado y un libro en la mano.

Si, con solo 25 años de edad, había cambiado el sexo por una terrina de helados, el príncipe azul, por un novio con pilas, y las salidas de un sábado o viernes por la noche por una buen romance de papel o en la TV.
A decir verdad mi vida era simple, trabajaba todos los días de 9 a 18 horas en un estudio de fotografía, como secretaria, a veces hacia horas extras, y dos por tres me quedaba hasta después de hora en la sala de revelado, deleitándome con algunas de las ultimas creaciones de mi jefe. El cual, no, no era ni un dios griego ni un adonis, solo un simple fotógrafo de unos 50 años, felizmente casado, que prefería la vida campestre a la gran ciudad, pero que no podría sobrevivir en una granja sin internet o un teléfono móvil mas de 48h.
Habiendo crecido cerca del campo toda mi vida, era consciente de que un par de botas de montar y una casa de fin de semana en las afueras con una pequeña huerta, no te convertía en un granjero, pero quien era yo para frustrar los sueños de vaquero de mi jefe.
Según mi madre, lo único que hacia en ese empleo era perder el tiempo, “Tienes un titulo de arquitectura, y una mente brillante, y te conformas con ser la empleada de un fotógrafo social”.
Lo cierto era que amaba estar en el estudio, hubiera preferido ser la fotógrafa, pero no puedo quejarme. Jonathan se dedicaba a fotografiar campañas publicitarias de marcas importantes, y para algunas revistas de renombre, no era su asistente, ese puesto lo tenía Candy, una bella muchacha de ojos rasgados, pelo cobrizo y un cuerpo de infierno, que se había ganado su lugar a fuerza de pulmón, y sospechaba que con algún empujoncito de su padre, un político adinerado, aunque ella lo negara rotundamente. Prefería evitar discusiones, era una de mis mejores amigas, a pesar de ser todo lo contrario a mi. Según Matt, un exex-algo mío, Candy era una belleza exótica y yo era adorable. Supongo que debería haberme dado cuenta de que era un mequetrefe la segunda vez que salimos y me pidió dinero para pagar las bebidas en el bar, a lo que claramente yo accedí de buena gana, no porque estuviera desesperada por amor, lo cual en parte no estaba demasiado alejado de la realidad, sino porque siempre fui fiel creyente que el hombre no tiene la obligación de pagar todo en las citas. Aunque la mayoría de mis amigas opinen lo contrario y crean que estoy un poco mal de la cabeza.
En fin, después de salir aproximadamente un mes, donde casi lo hicimos pero no, decidí que era mejor dejar lo que sea que estuviéramos teniendo, cuando me di cuenta que realmente estaba cansada de los hombres histéricos. Se suponía que en las relaciones la mujer era la que cargaba con la mayor porción de histeria, aunque a decir verdad, creo que para ese entonces ya empezaba a resignarme con ciertas cosas. Había tachado más de la mitad de cualidades en mi lista de “El hombre ideal”, alegando que solo quería a alguien divertido, espontaneo y que me quisiera.              
Años atrás también hubiera dicho que lo quería fornido, con un aire de misterio, apariencia de chico malo, pero inteligente, oscuro y sensible. Que me amara con desesperación y que estuviera dispuesto a correr gritando mi nombre en un lugar concurrido, luego de que discutiéramos y yo le dijera que tenía que elegir entre su vida en ese lugar oscuro, y la mujer de la que estaba perdidamente enamorada, claramente esa era yo, porque había recibido una oferta que no podía rechazar en el otro lado del mundo.


Si ya sé lo que están pensando, y si, he visto demasiadas películas de amor y he leído una tonelada de novelas románticas. Creo que ese fue uno de los grandes errores de mi vida, creer en el lema, “pasa en las películas, pasa en la vida real”. Que también podría aplicarse a los libros.                       
El problema se intensifico en el verano de mis 23 años, donde me volví adicta a estos libros, y comencé a consumirlos, como si fuera mi heroína personal.                                                                         
Un año más tarde me empecé a resignar de encontrar AL hombre, y solo buscaba UN hombre que lograra, por una mísera vez en la vida llevarme al orgasmo, y luego de cumplir los 25, sin nunca haber tenido un novio, como dios manda, y no haber logrado llegar el clímax en compañía masculina, decidí, que era mejor dejar de intentarlo, al fin y al cabo los orgasmos de Rigoberto, mi novio con 10 funciones distintas, me servía cuando los calores azotaban mi cuerpo, y una almohada reemplazaba en parte la necesidad de compañía. Claro que no era lo mismo que dormir en los brazos de un hombre, pero antes que nada…

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